Producción estadounidense dirigida por Fred Zinnemann
Reproduzco el glob de Manuel:
SINOPSIS ARGUMENTAL.-
Manuel Artíguez (Gregory Peck), luchador en la Guerra Civil española en el bando republicano, vive exiliado en Francia, cerca de la frontera, desde donde, en su momento, hizo frecuentes incursiones a España, para realizar acciones de lucha armada contra la dictadura franquista. Estas han sido el blanco de las iras del capitán Viñolas (Anthony Quinn), cuya única obsesión es darle caza y vengarse, de esa forma, de los constantes agravios que su incapacidad para capturarlo, le reportan. La gravísima enfermedad (y posterior muerte) de la madre de Artíguez, servirán para que, pese a haber abandonado sus acciones de resistencia contra la dictadura, retorne una vez más a España, donde será blanco de una estratagema urdida por Viñolas para acabar con él; trama en la que tendrá una intervención esencial la figura del padre Francisco (Omar Shariff), que se debate entre las presiones de una Iglesia convertida en un poder fáctico vendido al régimen dictatorial, y sus convicciones morales, que le empujan a situarse del lado de los luchadores antifranquistas. Un cóctel explosivo que desembocará en un drama anunciado...
RESEÑA CRÍTICA.-
Que en la filmografía de un director como Fred Zinnemann (en la que figuran títulos tan legendarios como Solo ante el peligro, De aquí a la eternidad o Julia, por citar sólo los que resultan, quizá, más señeros) aparezcan, también, películas como esta Y llegó la hora de la venganza (Behold a pale horse, 1964) –indudablemente, una obra menor-, no hace más que confirmar la regla de la absoluta imposibilidad –en base a muy diversos factores: físicos, técnicos, anímicos, económicos...- de que un autor mantenga un nivel homogéneo de calidad cuando su carrera ha sido, como en el caso de Zinnemann, bastante prolífica.
Pero también nos confirma otra regla de cumplimiento sobradamente acreditado, que es la que nos indica que, incluso en esas obras que solemos calificar como menores, siempre asoman destellos de calidad y rasgos del genio creativo en los que se ponen de manifiesto los talentos del autor. Y así sucede en ésta que ahora nos ocupa, en la cual encontramos elementos que merecen (y muy mucho) la pena disfrutar.
En primer lugar, las interpretaciones de sus tres protagonistas, un auténtico trío de ases –Gregory Peck, Anthony Quinn y Omar Shariff- en momentos particularmente dulces de sus carreras, y que despliegan sus dotes al máximo nivel, bien exprimidos por un director que los explota a fondo con primeros planos largos y sostenidos de una profundidad introspectiva (y su consecuente intensidad dramática) muy fuerte. Un verdadero derroche de facultades actorales, que se constituye en uno de los puntos álgidos del film.
Otros elementos destacables son el ritmo narrativo, muy bien pausado; o la fotografía, en un blanco y negro “sucio” que imprime a la imagen una turbiedad muy apropiada al toque realista que se pretende transmitir; o algunas secuencias puntuales, de una brillantez tanto formal como de contenido realmente encomiable: la de la pelota que se aleja botando calle abajo, observada por Artíguez (G. Peck), que ve en ella (y nosotros junto a él) la alegoría de un destino inexorable, el suyo propio; o la de la conversación telefónica entre el capitán Viñolas (A. Quinn) y su esposa postrada en el lecho de enfermedad, en la que la contraposición de los tonos de ambos (entre hastiado y culpable, el de él; de abnegada resignación, el de ella), junto al juego de planos y contraplanos, con la presencia interpuesta de la amante socarrona y exigente, ofrece una composición memorable. Son, en definitiva, y como ya comenzaba apuntando, destellos de gran cine y notas muy brillantes en una partitura cuyo tono general no es tan elevado.
No obstante, donde la película falla, y lo hace de forma ostensible, es en la elección de su caracterización histórica. Obviamente, el cine de connotaciones históricas, bien sea por recreación (cine histórico, propiamente dicho) o por ambientación (cine de otro género, pero con un fuerte peso de componentes históricos; lo que comúnmente se dio en llamar, hace tiempo, “cine de época”), en tanto se trata de cine de ficción, no documental, dispone siempre de la posibilidad de jugar con “licencias narrativas” tan audaces como se pretendan, en función del nivel de infidelidad a la verdad histórica que el autor esté dispuesto a asumir. Dado que no estamos ante un film estrictamente histórico (su trama no está basada en hechos reales, sino que es ficticia), pero sí de los que indicábamos como de ambientación histórica, es importante el grado de credibilidad, o adecuación, de esta ambientación. Y el retrato que del contexto histórico (la posguerra española, con su dictadura interior y su exilio exterior) se hace peca de un excesivo pintoresquismo folklórico, que denota una escasa profundización en el conocimiento de ese mundo que se pretende que sirva de marco de referencia para el desarrollo de la acción, con una excesiva atención a determinados clichés y prejuicios más cercanos a los tópicos hemingwayianos sobre la España de la época que a una visión realista y ajustada de la misma. Esa actitud despótica del capitán Viñolas, guardia civil caballista y toreador con querindonga (y olé....), en la más rancia tradición del macho ibérico; ese estoicismo casi místico del refugiado Artíguez, héroe íntegro y sin fisuras morales, dispuesto a la lucha hasta sus últimas consecuencias; ese anticlericalismo visceral de los vencidos... Son elementos que, globalmente, ofrecen una imagen de un halo romántico innegable, que puede resultar tremendamente atractiva para alguien alejado de nuestro entorno (y poco conocedor del mismo), pero que a cualquiera con una mínima perspectiva histórica y un cierto conocimiento de tal realidad le permiten advertir (más allá de afinidades o discrepancias ideológicas que con tal visión se puedan mantener) una serie de graves distorsiones que terminan degenerando en la planitud de los personajes y en un planteamiento muy sesgado que si, en último extremo, no llega a lo panfletario se debe a su contención emocional y a algún apunte personal de contrapeso (como el del personaje del sacerdote, ese padre Francisco encarnado por Omar Shariff, situado en un punto de equilibrio, duro y difícil, entre la maldad –colectiva, de la Iglesia como institución- y la bondad –personal-), que la alejan del mismo borde de ese abismo.
Algún tópico (menos) y alguna complejidad moral en el dibujo de los personajes (más) no hubieran hecho de ésta, posiblemente, una gran película, pero sí hubieran contribuido enormemente a dotarla de un “músculo artístico” y unos valores por cuyas carencias más se resiente.
Manuel Artíguez (Gregory Peck), luchador en la Guerra Civil española en el bando republicano, vive exiliado en Francia, cerca de la frontera, desde donde, en su momento, hizo frecuentes incursiones a España, para realizar acciones de lucha armada contra la dictadura franquista. Estas han sido el blanco de las iras del capitán Viñolas (Anthony Quinn), cuya única obsesión es darle caza y vengarse, de esa forma, de los constantes agravios que su incapacidad para capturarlo, le reportan. La gravísima enfermedad (y posterior muerte) de la madre de Artíguez, servirán para que, pese a haber abandonado sus acciones de resistencia contra la dictadura, retorne una vez más a España, donde será blanco de una estratagema urdida por Viñolas para acabar con él; trama en la que tendrá una intervención esencial la figura del padre Francisco (Omar Shariff), que se debate entre las presiones de una Iglesia convertida en un poder fáctico vendido al régimen dictatorial, y sus convicciones morales, que le empujan a situarse del lado de los luchadores antifranquistas. Un cóctel explosivo que desembocará en un drama anunciado...
RESEÑA CRÍTICA.-
Que en la filmografía de un director como Fred Zinnemann (en la que figuran títulos tan legendarios como Solo ante el peligro, De aquí a la eternidad o Julia, por citar sólo los que resultan, quizá, más señeros) aparezcan, también, películas como esta Y llegó la hora de la venganza (Behold a pale horse, 1964) –indudablemente, una obra menor-, no hace más que confirmar la regla de la absoluta imposibilidad –en base a muy diversos factores: físicos, técnicos, anímicos, económicos...- de que un autor mantenga un nivel homogéneo de calidad cuando su carrera ha sido, como en el caso de Zinnemann, bastante prolífica.
Pero también nos confirma otra regla de cumplimiento sobradamente acreditado, que es la que nos indica que, incluso en esas obras que solemos calificar como menores, siempre asoman destellos de calidad y rasgos del genio creativo en los que se ponen de manifiesto los talentos del autor. Y así sucede en ésta que ahora nos ocupa, en la cual encontramos elementos que merecen (y muy mucho) la pena disfrutar.
En primer lugar, las interpretaciones de sus tres protagonistas, un auténtico trío de ases –Gregory Peck, Anthony Quinn y Omar Shariff- en momentos particularmente dulces de sus carreras, y que despliegan sus dotes al máximo nivel, bien exprimidos por un director que los explota a fondo con primeros planos largos y sostenidos de una profundidad introspectiva (y su consecuente intensidad dramática) muy fuerte. Un verdadero derroche de facultades actorales, que se constituye en uno de los puntos álgidos del film.
Otros elementos destacables son el ritmo narrativo, muy bien pausado; o la fotografía, en un blanco y negro “sucio” que imprime a la imagen una turbiedad muy apropiada al toque realista que se pretende transmitir; o algunas secuencias puntuales, de una brillantez tanto formal como de contenido realmente encomiable: la de la pelota que se aleja botando calle abajo, observada por Artíguez (G. Peck), que ve en ella (y nosotros junto a él) la alegoría de un destino inexorable, el suyo propio; o la de la conversación telefónica entre el capitán Viñolas (A. Quinn) y su esposa postrada en el lecho de enfermedad, en la que la contraposición de los tonos de ambos (entre hastiado y culpable, el de él; de abnegada resignación, el de ella), junto al juego de planos y contraplanos, con la presencia interpuesta de la amante socarrona y exigente, ofrece una composición memorable. Son, en definitiva, y como ya comenzaba apuntando, destellos de gran cine y notas muy brillantes en una partitura cuyo tono general no es tan elevado.
No obstante, donde la película falla, y lo hace de forma ostensible, es en la elección de su caracterización histórica. Obviamente, el cine de connotaciones históricas, bien sea por recreación (cine histórico, propiamente dicho) o por ambientación (cine de otro género, pero con un fuerte peso de componentes históricos; lo que comúnmente se dio en llamar, hace tiempo, “cine de época”), en tanto se trata de cine de ficción, no documental, dispone siempre de la posibilidad de jugar con “licencias narrativas” tan audaces como se pretendan, en función del nivel de infidelidad a la verdad histórica que el autor esté dispuesto a asumir. Dado que no estamos ante un film estrictamente histórico (su trama no está basada en hechos reales, sino que es ficticia), pero sí de los que indicábamos como de ambientación histórica, es importante el grado de credibilidad, o adecuación, de esta ambientación. Y el retrato que del contexto histórico (la posguerra española, con su dictadura interior y su exilio exterior) se hace peca de un excesivo pintoresquismo folklórico, que denota una escasa profundización en el conocimiento de ese mundo que se pretende que sirva de marco de referencia para el desarrollo de la acción, con una excesiva atención a determinados clichés y prejuicios más cercanos a los tópicos hemingwayianos sobre la España de la época que a una visión realista y ajustada de la misma. Esa actitud despótica del capitán Viñolas, guardia civil caballista y toreador con querindonga (y olé....), en la más rancia tradición del macho ibérico; ese estoicismo casi místico del refugiado Artíguez, héroe íntegro y sin fisuras morales, dispuesto a la lucha hasta sus últimas consecuencias; ese anticlericalismo visceral de los vencidos... Son elementos que, globalmente, ofrecen una imagen de un halo romántico innegable, que puede resultar tremendamente atractiva para alguien alejado de nuestro entorno (y poco conocedor del mismo), pero que a cualquiera con una mínima perspectiva histórica y un cierto conocimiento de tal realidad le permiten advertir (más allá de afinidades o discrepancias ideológicas que con tal visión se puedan mantener) una serie de graves distorsiones que terminan degenerando en la planitud de los personajes y en un planteamiento muy sesgado que si, en último extremo, no llega a lo panfletario se debe a su contención emocional y a algún apunte personal de contrapeso (como el del personaje del sacerdote, ese padre Francisco encarnado por Omar Shariff, situado en un punto de equilibrio, duro y difícil, entre la maldad –colectiva, de la Iglesia como institución- y la bondad –personal-), que la alejan del mismo borde de ese abismo.
Algún tópico (menos) y alguna complejidad moral en el dibujo de los personajes (más) no hubieran hecho de ésta, posiblemente, una gran película, pero sí hubieran contribuido enormemente a dotarla de un “músculo artístico” y unos valores por cuyas carencias más se resiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario